30 de octubre de 2009

Reeducar saludando


Si no lo digo, reviento y como hoy es viernes, si no lo saco, me fastidia el fin de semana.

Y es que… no puedo con las personas MALEDUCADAS, me superan.

Puede que alguien piense que estoy chapada a la antigua, pero por las mañanas, cuando sales de casa, o llegas a la parada del tranvía, o más tarde al trabajo, etc. hay que desear los “buenos días”. Es básico, te abre el espíritu, te reconcilia con la gente, te trae de vuelta a los sentidos que aún yacen aletargados bajo la luz del nuevo día.

¿Es tan difícil decirlo? Dos palabras: BUENOS DÍAS, solo dos palabras.

Claro que hay personas tan míseras para las que desear los buenos días, sin obtener nada a cambio, es poco menos que “negocio frustrado”. Pues no, no todo es negocio, ni todo se vende, ni todo se compra; hay cosas gratis que tienen mucho valor: un buen deseo, una expresión bonita, una dedicatoria personal o, incluso, colectiva, etc.

Ayer estaba decidida a “contraatacar” el mal con mi super herramienta, “paciencia infinita, vas a tener Buenos Días hasta que te canses”, pero hoy, al volver a ver ese gesto de superioridad, de altanería, de mirar por encima del hombro a todo el mundo, tuve un momento de ira interna” de los que bien pueden terminar en “¿tú estás tonta o qué te pasa?” a poco que no controles y que me hizo olvidarme de sacar mi herramienta y darle con ella un par de toquitos, a ver si, entre un día y otro, logramos que se reeduque.

Estoy convencida que mi parecer y el de cualquier persona que no le reporte “beneficio” le importa un comino, eso ya lo tenemos claro, pero se ha olvidado de un detallito sin importancia, la que está fuera de onda no soy yo, la maleducada es otra ¿sabes a quién me refiero, verdad?.

No creo que la supuesta culpable de mi “momento negro del día” pase por aquí a leerlo; es posible hasta que piense que no sé escribir, jejeje, pero no me importaría que lo hiciera, que viniera, que leyera, que supiera que el lunes, sin falta, va a ser torpeada por una oleada de “buenos días, ¿qué tal?...¿a comer?..hasta luego, que descanses, que tengas buena tarde, hasta mañana, etc.” y así podría comprender el por qué alguien, con quien no “había cruzado ni un saludo”, la saluda, le pregunta de “buenas maneras”.

Ojalá hoy pudiera dedicarte “Que tengas un buen fin de semana”, pero no, no te has puesto a tiro y mira que lo tengo ensayado, eh?. Hubiera sido el principio de un cambio, de “lavado de cerebro”, de un “martilleo constante y permanente”, de demostrarte con el ejemplo que hoy eres una MALEDUCADA, pero se puede corregir con un poco de tu parte .¿Eres alérgica a la humildad?..vaya, pues te va a costar un poco más, pero no nos desanimemos, aún no lo sabes, pero el lunes, si todo va bien, vas a desayunar ración doble de Buenos Días y si te pones flamenca, otra de “Buenos Días, para la señoritaaaaaaa” y así hasta que caigas y lo digas. Aún no lo sabes, pero por un Buenos Días no me canso de esperar.

Para todos los demás, BUEN FIN DE SEMANA.

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26 de octubre de 2009

Un año de Blogear por Blogear


Hoy, 26 de Octubre, Blogear por Blogear cumple su primer año.

Cuando aquel domingo me dispuse a escribir “Cuando el orgullo se hace nombre”, para dedicarle a mi hijo mi primera entrada, no imaginé que este blog pasaría a formar parte de mi vida cotidiana como una tarea y diversión que ocupa y consume parte de mi tiempo.

Muchos han sido los “amigos” que he logrado a través de su participación en este blog y que han conseguido que participe en los suyos . Pero muchos más han sido los que me han visitado, como puedo comprobar a través del mapa de visitas.

Especialmente, tengo muchas visitas desde México, desde aquí mi saludo para todos. También son numerosas las que me llegan de Argentina, EEUU, Chile y Colombia. Creo que de casi todos los países de América han llegado a mi página. Como no, desde España; de los cuatro puntos cardinales, de norte a sur y de este a oeste, de donde han surgido maravillosos comentaristas “y mejores personas”. Algunas visitas llegaron de lugares insospechados y aún me pregunto qué pudo atraerles hacia este blog.

Gracias a todos, porque han conseguido superar las 12 mil visitas en un año. Para mí significa mucho, aunque sea una cifra muy modesta, pero dado el contenido de mi blog, sin grandes temas actuales, sin reclamos publicitarios, sin pretensiones, no está nada mal.

Mantener esta ventanita abierta al mundo, donde tantas ventanas hay, no solo me ha permitido interactuar con otras personas, sino satisfacer parte de mis ansias de aprender. He luchado con códigos html, he tenido que bucear en otras páginas hasta dar con el dato preciso, he leído cosas interesantísimas en otros blogs y he llegado a entender que tan importante es montarse en el tren de la conectividad, de la web 2.0.

Espero poder seguir alimentándolo con mis posts, algunos más interesantes que otros, pero siempre desde la humildad con la que lo he intentado desde el primer día.

Una vez más, GRACIAS, sin todos ustedes hoy no estaría apagando la velita y formulando mi deseo.
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22 de octubre de 2009

Un mapa con mucha tela


Desde hace algunos años, la palabra “reciclar” ha entrado en nuestras vidas como si fuera una idea nueva. En realidad, siempre se ha reciclado, pero no seleccionando de la manera actual, depositando en contenedores específicos nuestros desechos, sino dándoles nuevos usos o aplicaciones a cosas que, bien por desgaste o rotura, dejaban de cumplir su función original.

Tal vez, por la sociedad que nos ha tocado vivir, donde el consumismo no nos ha dejado aprender a reutilizar cosas que desechamos, casi, con alegría, el concepto “reciclar” ha tomado una nueva dimensión; divertirnos, innovar y compartir nuevos usos con materiales que pueden volver a tener una utilidad, aunque debería contener otros compromisos como generar menos desechos, ahorrar recursos y adecuar nuestros hábitos a formas menos derrochadoras.

Volver la mirada atrás, compartir viejas historias con nuestros mayores o aprender técnicas casi olvidadas sería un buen ejercicio para devolverle “vida” a lo que creemos “muerto”.



UN MAPA MÁS QUE FAMILIAR


El “mapa” que consta en los anales de mi familia tiene una historia con mucha "tela", pero ni se trata de un estupendo árbol genealógico, ni un esquema genético de relevancia; el “mapa” era el pantalón de trabajo de mi padre. Así lo llamaban ellos, con cierta ironía encubierta, en esos tiempos, donde "reciclar" no era una “moda”, sino una necesidad. Ese pantalón iba impecablemente cosido al trabajo y volvía con un nuevo roto. Mi madre, siempre hábil con la aguja, buscaba entre sus retales y recomponía la prenda, una y otra vez. Rescataba tejidos parecidos, de similar color, que lo mismo procedían de los antiguos y preciados sacos de azúcar, que de alguna otra prenda menos afortunada, pero terminó siendo lo que fue: un verdadero “mapa”. Había que arreglarlo como fuera, porque no había más y el otro, el de los domingos y fiestas de guardar, era para eso, para guardar, por si acaso se ofreciera.


Mi padre (con sombrero) y sus compañeros "geógrafos"
con mapas similares en sus pantalones


No es extraño que mi madre se escandalice cuando ve que hay pantalones que se compran “rotos” y por un precio nada despreciable. O que prefieran llevar los bajos arrastrando por el suelo, deshilando el tejido. “Estas modas nuevas no van conmigo” – dice mientras nos explica que mi abuela paterna siempre decía que en una casa nunca podía faltar una aguja y una bobina de hilo, porque era más feo ver a los niños con los tirantes colgando que con un botón de otro color. “Y hoy, casi nadie sabe coger una aguja, se rompe, se tira y se compra nuevo”- sentencia con disgusto.

De viejo se hacía nuevo” – nos cuenta. “No teníamos basura, porque todo se usaba: los pocos restos de comida, para los animales; si encontrabas un clavo torcido, lo guardabas; la ropa siempre tenía más usos; no generábamos basura. Con lo que tiran hoy en día, hubiéramos sido “ricos” en aquellos tiempos. Eso sí, unos podían estar un poco mejor que otros, pero todos éramos pobres, con las mismas dificultades, y no había diferencias entre tus vecinos y tú”.

No me canso de escucharlos contar sus historias, de lo que vivieron e ingeniaban y alguna vez le he preguntado a mi madre:


Mamá, cuando eras una niña e intentabas montar en aquel burro que jamás consiguió llevarte a la escuela ¿te imaginabas que tu vida pudiera cambiar tanto en tan poco tiempo? Que tuvieras carnet de conducir y coche, grifos de agua corriente por toda la casa, un microondas que calienta sin ir a buscar leña al monte, lavadora, nevera, un teléfono móvil, televisión digital.”


Y me contesta:


Cuando era niña y no tan niña, soñaba con tener un cuarto de baño, con una ducha, que me permitiera sentir caer el agua de la cabeza a los pies, por eso “inventé” mi primera alcachofa de ducha con una lata de sardinas agujereada colocada en un extremo de una caña, que a su vez conecté a un barril de agua que, primero tenía que ir a llenarlo a la fuente, traerlo a casa cargándolo en la cabeza y luego subirlo al muro del retrete para que tuviera presión, pero fue un invento maravilloso”.



De novios, mi padre con su traje de "guardar" y mi madre, antes de inventar su "ducha".

Ante estas palabras, estas historias de “reciclado ingenioso”...me quedo muda, mirándola y pensando. Sólo 8 años antes de mi nacimiento, inventó su ducha y yo no he vivido nada de lo que me cuenta, porque cuando llegué a casa ya había nevera, lavadora, televisión y “un cuarto de baño”.

Si ellos pudieron hacerlo por “necesidad”, ¿podríamos intentarlo aunque sea por “moda”, no?



P.D. : Josep Julián, queda desvelado el misterio del "mapa" de la familia, como verás tenía mucha tela y mucho reciclaje. Gracias a tu último post, recordé esta pequeña historia de cuando la vida era otra cosa, lo de "usar y tirar" no se estilaba y "all-in-one" sonaba a canción de Sinatra.


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16 de octubre de 2009

La silla de pensar


Hace unos días, una amiga de la familia y madre de dos niños, comentaba acerca del pequeño, recién incorporado a la vida escolar, lo siguiente:

“En cuanto pueda le voy a comprar a mi niño una “silla de pensar” como la que tienen en el cole, ¿verdad, Ángel?”.

Yo conocí lo que era una “silla de pensar” hace un par de años, cuando una amiga, profesora de preescolar, me comentaba que ahora no se puede decir “estás castigado” cuando un crío hace algo que no está bien. La palabra “castigo” es tabú. En su lugar se usa la “silla de pensar” que, además de ser una silla convencional, es un lugar de reflexión, donde los niños tienen que ir a meditar sobre la mala conducta que han tenido.

Comparando el sistema “educativo” (referido al comportamiento, no a los conocimientos) de ayer y de hoy, desde luego, nadie podrá decir que no son infinitamente opuestos. Una muestra o recordatorio “light” de lo que era, en tiempos pasados, lo podemos ver en el nuevo reality de Antena 3, "
El curso del 63",donde un grupo de adolescentes, de ahora, intentan adaptarse a las normas de ayer y hay que ver la cantidad de lágrimas y mocos que llevan derramados, porque aceptar, de repente, una disciplina de ese calibre, cuando no la habían visto así ni en pintura, les está pasando factura y de las gordas.

Tampoco se trata de volver a aquellos tiempos, pero lo de la “silla de pensar” me supera, desde cualquier punto que lo mire. A la temprana edad de 3, 4 o 5 años a la que pertenecen los niños de preescolar, lo de la reflexión parece que queda demasiado grande, lo suyo debería ser jugar. Yo no recuerdo haberme puesto a reflexionar cuando, en realidad, me estaban privando de “lo que fuera”, más bien rumiaba sin que me oyeran “lo cruel que es este mundo, nadie me entiende, nadie me quiere”. De hecho, aún conservo mi primer oso de peluche que era mi “refugio” particular para cuando las cosas se ponían feas; cogía a mi “osito” (nunca le puse nombre) y me metía debajo de la cama de mis padres como si, ese espacio reducido y de obligada posición horizontal, fuera un bunker a prueba de “regañinas” y le contaba lo desgraciadísima que era y lo poco que me entendían, "si yo no quise romper los huevos, solo tiré del cartón para ver lo que era y ...se cayeron".
Me imagino a un niño cualquiera que, después de tirar los lápices de colores porque no le gusta pintar, sobre todo porque tiene 3 años y aún no ha decidido si quiere hacer Bellas Artes, se encontrara “reflexionando” en la silla en cuestión:

“Ah..¿si?. Entonces cuando no quiera hacer algo, solo tengo que tirar los lápices y me mandarán aquí y NO lo hago.”

¡Qué bien! Ha dado resultado, el niño “ha pensado” algo.

Y encima parece ser que el origen de la "silla de pensar” es de lo más alejado a lo que se ha convertido: un castigo con otro nombre. Según un artículo publicado en la revista “Encuentro educativo”, este espacio fue creado para PENSAR, donde los niños pudieran recapacitar, reflexionar, sacar ideas sobre cualquier asunto que estuvieran tratando en la clase y no como un rincón donde te mandan cuando has sido malo.

Lo pueden llamar como quieran, lo pueden pintar de rosa si quieren, pero este espacio de “aburrimiento” no deja de ser lo que es, lo mismo que era para nosotros que nos pusieran mirando a la pared o nos sacaran de la clase si habíamos hecho algo mal. Eso sí, de cara a la galería, a la tontería tan grande que nos invade hoy, a ese ridículo de lo “políticamente” correcto, queda muy bien que, en lugar de usar la palabra castigo, se diga “silla de pensar”.

Lo triste es que PENSAR, para estos niños, estará relacionado siempre con CASTIGO.

Y si no, para muestra un botón. En un foro de la página “Crianza Natural” encontré el siguiente
comentario hecho por una de sus lectoras:

"Una tía mía ha sido abuela de un precioso niño adoptado hace poco. Tiene casi 3 años.
Situación: el peque quiere jugar con la pelota en el pasillo de casa. Le pide a su abuela que quite el jarrón que tiene, de porcelana, del medio del pasillo.
Mi tía le contesta: 'Muy bien, ¿al nene no le gusta romper cosas, verdad?'
Contestación: 'No, al nene no le gusta pensar..."


Cuidadito con lo que enseñamos.


Me pregunto cuántos lápices tiró “El pensador” de Rodin para verse anclado hasta la eternidad a una “silla de pensar”.



Si pensar es un castigo, quiero cadena perpetua.
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7 de octubre de 2009

Buenos días, Sol...


Cada día, al levantarme, me asomo a la ventana para saludar al sol. Nunca lo he considerado como algo espiritual, es más bien una manía, de las que no molestan a nadie, y porque tengo la gran suerte de poder disfrutar de la vista de un trocito de mar, encajonado entre los márgenes de los edificios que me rodean, pero que se extiende hasta el horizonte.

A lo mejor alguien puede pensar “¡Caramba, María, si vives en una isla ¿cómo es que lo consideras una suerte?¡”, en realidad es así. Vivo en la parte alta de la ciudad, en un tercer piso, altura suficiente para salvar otras edificaciones, porque aquí todo es pendiente, y una de mis ventanas está orientada al noroeste, lo que se traduce en “al fondo, el mar; a la izquierda y por encima de las azoteas, un trozo de la cordillera de Anaga y a la izquierda, y en días muy claros, el perfil de la isla vecina, Gran Canaria, asomando tras las antenas del edificio vecino".

Y es una suerte enorme, porque dentro de una ciudad, por muy cerca del mar que te encuentres, los edificios, las calles, las plazas y los parques hacen que sea muy difícil tener “vistas” a algo que no sea cemento, y aunque el aire pueda traerte efluvios del mar que te baña, sólo puedes intuirlo, sin verlo. Soy afortunada, porque tengo un trocito de mar para el deleite de mi vista y el resto de mis sentidos, allá al fondo, hasta donde el océano y el cielo se besan.

Durante este mes y hasta que el cambio horario se produzca, puedo contemplar, cada día, un espectáculo maravilloso. El sol, vestido de color naranja intenso o de amarillo luminoso, comienza a desperezarse tras el horizonte. En pocos minutos todo va cambiando, las nubes, el mar, el cielo. Su redondez lumínica lo inunda todo, sin que sea posible mantener los ojos clavados, durante mucho tiempo, en el paisaje que me brinda. Me retiro un poco y vuelvo a mirar y, como por arte de magia, el escenario ha cambiado; ahora su presencia es más altiva y, sin dudar ni un segundo, levanta su esfera hacia el reino de los cielos. Abajo, el mar, espejo de su alma, refleja su luz, creando un río brillante, que se mantiene durante algunos minutos sobre la superficie del agua, marcando un camino iluminado que me invita a dar los primeros pasos hacia el nuevo día. Es un momento mágico, lleno de luz recién estrenada.

Apenas son unos minutos, pero consiguen que olvide lo que me rodea y no es poco. Allá abajo, cerca de la costa, Las Torres, dos rascacielos que han pasado a formar parte del paisaje urbano hace poco, que serán “puro glamour” pero han fastidiado las vistas. Entre torre y torre diviso el Auditorio de Tenerife, diseñado por Santiago Calatrava con su peculiar estilo y que se ha convertido en una de las imágenes más representativas de la ciudad. En la parte central, las chimeneas de la refinería, la primera que tuvo España y que data de 1930; el crecimiento de la población y la expansión de la construcción han conseguido que su enclave forme parte del entramado urbano, con todo lo que ello implica. Un poco más a la derecha, está el Palmetum; hoy es una montañita ganada al mar, repleta de vegetación, pero esconde en su seno lo que fue el vertedero municipal, clausurado hace 25 años y conocido popularmente como “el lazareto”. Apenas puedo ver un trocito del Parque Marítimo César Manrique, único lugar donde los ciudadanos pueden disfrutar del mar en una ciudad que, a base de agrandar su puerto, le dio la espalda al océano. Todas estas cosas se encuentran en la zona llamada Cabo-Llanos, lugar hacia donde se ha expandido la ciudad y que, tras ser un rincón de gente humilde y trabajadora, ha pasado a convertirse en centro económico y funcional de la capital. El resto de lo que veo son edificios y azoteas de los barrios que se extienden desde la costa hasta mi ubicación, aquí arriba, en “las afueras”.

Así es la realidad

No soy ajena a mi entorno, conozco y reconozco lo que veo, soy consciente, pero en esos minutos, donde mi alma se recrea saludando al nuevo día, no hay más realidad que la que siento: un verdadero espectáculo de la vida, donde el sol, el mar y yo somos los protagonistas.


Buenos días, Sol... que la luz te acompañe (y no me dejes a oscuras).
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6 de octubre de 2009

Chilipú, más que un cuento


Hay cuentos y cuentos pero aquellos que fueron compañeros de almohada, cuando aún no alcanzabas a subirte bien a la cama, se recuerdan de una manera especial.
Mi padre no nos leía cuentos, se los inventaba y cada noche, durante un buen rato, nos deleitaba con la narración del que hubiéramos elegido.

El cuento del “Perrito Chilipú” está a punto de cumplir 50 años, y por ser de tradición oral, ha tenido varias versiones, pero todas con la misma esencia. Lo inventó mi padre para mi hermana mayor. Pasados los años fui yo la que lo escuchaba ensimismada en la historia y luego mi hermana menor. Entre una y otra pasaron 15 años. Más tarde, fue narrado para mis sobrinos, hoy con 25 años, y luego para mi hijo, que ya tiene 16. Espero que también mi pequeño sobrino Guillermo pueda disfrutar de la voz de su abuelo, que entre mantas y almohadas, le cuente:

“El perrito Chulipú vivía con su amigo, el Niño, en un pueblecito cercano al bosque. Chilipú era muy travieso y le encantaba correr y correr hasta desaparecer bajo los matorrales y árboles viejos que marcaban el principio del bosque.

Un día, Chulipú no aparecía. El Niño gritaba su nombre, por aquí, por allá, pero el perrito no daba señales, ni un lejano aullido.

-¿Ha visto Ud. a Chilipú, mi perrito?- preguntaba el Niño a cualquiera que encontrara en el camino.

-No- era la respuesta de todos.

- ¡Chilipú, Chilipú!- gritaba una y otra vez el Niño, pero el perrito no aparecía.

El Niño, cansado y triste, al llegar la noche regresó a su casa y entre lágrimas dejó que la luna se paseara por el firmamento hasta que las primeras luces se asomaron por el horizonte.

-¿Dónde estará Chilipú?- se decía mientras observaba por la ventana el camino por el que el día anterior su perrito corría, como siempre, y donde no volvió.

Una amarga tristeza se apoderó del Niño; no podía comer, no podía dormir, sólo pensaba en su perro ¿dónde estaría?.

Mientras tanto, en lo más interno del bosque, un leñador hacía su trabajo, talando las ramas secas y transformándolas en lo que alimentaría las chimeneas del pueblo cuando el frío, ya tan cercano, hiciera su aparición.

Tras el ruido que su hacha hacía entre golpe y golpe, le pareció escuchar un gemido lejano.
-¿Qué será eso?- se preguntó, pero al dejar de escucharlo siguió con su faena.

Un rato más tarde, el gemido se hizo más intenso y lastimero. El leñador dejó su hacha sobre la madera talada y guiándose por su oído se adentró un poco más lejos para encontrar el origen de aquél sonido.

Acurrucado entre unos matorrales y el tronco hueco de un árbol, el leñador encontró a un perrito. ¡Qué bonito era!

-Pero ¿qué te pasa, criatura? ¿por qué gimes de esa manera?- le decía el leñador mientras lo observaba para saber qué le ocurría.

El perrito comenzó a lamerse una de sus patas y el leñador comprobó que tenía clavada una gran astilla de madera, que le impedía moverse.

-Vaya, vaya, has estado correteando por el bosque y te has clavado una astilla. No te preocupes, te la sacaré enseguida y ya verás como todo pasa.

Y así, el leñador sacó la astilla de la pata del perrito y lo llevó hasta donde su hacha y su leña esperaban. Le dio agua y le dijo que debía seguir trabajando, pero que en cuanto acabaran se irían a casa. El perrito se quedó tumbado, esperando y mirando fijamente lo que su “salvador” estaba haciendo.

El Niño no había querido moverse del camino durante todo el día, ya atardecía y aunque su madre lo llamara una y otra vez, se negaba a abandonar el lugar por donde sus esperanzas le decían que Chilipú regresaría.

El sol ya se había escondido tras las lejanas montañas y apenas una tenue claridad mantenía el cielo iluminado, cuando a lo lejos, el Niño escuchó:
¡Guauu, guauu, guauuu!

No se lo podía creer ¿sería su Chilipú?, de verdad ¿podía ser su querido amigo?. Y antes de poder reaccionar, del fondo del bosque apareció la silueta del leñador con Chilipú en los brazos.

¡Chilipú, Chilipú!- gritaba el Niño con lágrimas en los ojos y el corazón en un puño al tiempo que corría por el sendero hasta su encuentro -¡Chilipú ¿dónde has estado?, ¿por qué no volviste a casa?.

El leñador le explicó cómo lo había encontrado y qué le había ocurrido. El Niño le agradeció sus atenciones y los cuidados dados a su perrito y con él en los brazos se dirigió a casa.

¡Chilipú, no vuelvas a alejarte sólo, eres muy pequeño y si te pasara algo no podrías regresar a casa y yo sin ti....!.

El perrito al ver a su amigo tan triste, lameteo su mejilla y movió el rabito en señal de alegría.

Chilipú y el Niño nunca más se separaron y

Colorín, colorado, este cuento se ha acabado."

Hoy, al tiempo que intentaba recordar los detalles de este cuento y plasmarlo como nunca antes se había hecho, he rememorado las imágenes que esta narración creaban en mi pensamiento cuando mi padre, mi Cuentacuentos particular, me contagiaba con la magia de su voz y he vuelto a ser la niña que, entre sábanas y mantas, esperaba con ansias el regreso de Chilipú.
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