13 de mayo de 2011

Te las comerás....o no


Día 7, sábado, 21:00 horas, hipermercado, colas en todas las cajas y ahí estoy yo, con un sólo artículo en la mano, un pelador de verduras, mirando a un lado y otro, con la esperanza del milagro en mis pupilas.

Tras comprobar que, mirara donde mirara, solo había colas, opté por colocarme tras una familia con carro "de primeros de mes". Al menos parecían bien organizados; el hijo mayor iba colocando, con bastante buen tino y agilidad, los productos en la cinta, el padre, al final de ésta, iba rescatando todo el arsenal "alimenticio" y lo colocaba en bolsas, la madre, tras el carro, miraba con la misma atención a la cajera y a la pantalla de la caja y la niña intentaba trepar por el lateral del carro mientras su hermano, muy atareado, le decía: "Estate quieta".

Entonces se me ocurrió buscar, con la mirada,  a mi "medio limón" que me esperaba tras la línea de fuego. Su movimiento de cabeza y un gesto apenas perceptible me dijeron: "¿Pero qué haces ahí, no ves que éso parece un carro de combate?". Ya sabía que iba a tardar un poco, pero ¿por qué cambiar de caja?. Aún así, volví a mirar a mi alrededor y "Oh, my God", en la caja de al lado la situación parecía más "light": solo dos clientes con pocos artículos. Me cambié rápidamente y entonces ocurrió lo que siempre tiene que ocurrir: a un artículo le faltaba el código y, aún así, el cliente quería llevárselo.

"Ahora si que la has hecho buena, María"- pensé, mientras me reprobaba internamente no haber seguido mi primer instinto.

La cajera cogió el teléfono, llamó donde tuviera que llamar y empezaron a pasar minutos y minutos sin que le dieran solución al problema. La caja seguía sin fluir, la cola se iba haciendo mayor y ocurrió lo inevitable: se inició una conversación entre señoras, que no se conocen de nada, pero tienen algo que contar.

La situación era bastante irónica; yo con un pelador de verduras en la mano y las señoras hablando sobre la dificultad que encontraban a la hora de que sus hijos comieran verduras, sobre todo, las "verdes".

No lo pude evitar y a pesar de mi preferencia por los vegetales, me uní al "foro" de "SOS Madres: ¿cómo le doy espinacas?", pero en el papel de abogada del diablillo, es decir, en defensa de los niños que "odian" las espinacas.

Se me ocurrió intentar convencerlas con este simple argumento: "Si tantos niños en el mundo, de generaciones distintas, de padres, hábitos alimentarios, costumbres tan diferentes ponen cara de "asco" ante un plato de verdura "verde", ¿no será por algo que va más allá del "no me gusta"?.¿Sería posible que en este tipo de verduras haya algo que sea, al menos, un poco incompatible con el tamaño de su organismo?. Seguro que hay algún tipo de verdura que sus hijos comen sin rechistar. Al mío le gustaban las "pelotitas verdes" o guisantes y hoy come de casi todo. Parece que tenemos obsesión por verlos delante de un plato de espinacas, como si le fuera la vida en ello y la culpa es de Popeye que, por otro lado, no me extrañaría nada que su adicción a la clorofila estuviera basada en ciertos intereses ocultos".

Justo cuando la cola comenzaba a moverse, llegamos a un punto de acuerdo: "sí que comen verduras, las que les gustan". Pagué mi pelador de verduras y salí del hiper sin poder evitar una sonrisa, mientras mi mente de abogada perversa inventaba un monólogo interior para el niño que sale en este anuncio.



"Me cachis, otra vez estas cosas verdes. ¡Qué felices deben ser los esquimales!. Pero ¿por qué mi madre me castiga con ésto?. No me lo merezco, marqué dos goles. Si está verde, no está maduro. ¡ODIO A LAS ESPINACAS,  A LA NEVERA Y A POPEYE!".

Y es que una buena forma de incrementar su desgana hacia "el mundo vegetal"  es obligándoles a comer algo por imposición y el asunto se convertirá en la pescadilla que se muerde la cola. A algunos la fobia les durará muchos años hasta que un buen día descubran, por casualidad, que no sólo no estaban tan malas, sino que están riquísimas.

Aún así, para todas las mamás, abuelas y tías que aún piensan que las espinacas son una fuente inmejorable de hierro, deberían saber que "no todo es hierro lo que reluce". Es cierto que contienen hierro, pero por esos caprichos de la naturaleza que Popeye desconoce, también contienen ácido oxálico que bloquea la absorción del hierro, por lo que el empacho de espinacas es sacrificio inútil. Existen otras fuentes de hierro, tanto vegetales como animales, sin tampoco caer en la trampa de desprestigiar a las espinacas, porque aunque cojeen en lo del hierro, también aportan otros muchos elementos.

¡Cuántos malos ratos nos hubiéramos ahorrado, los que fuimos y los que hoy son niños del mundo mundial, si en lugar de decir "no me gusta" hubiéramos podido decir "Toma mamá, este librito sobre alimentación PA' QUE APRENDAS, con todo mi amor y cariño!".

Y en eso estamos....aprendiendo.
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5 de mayo de 2011

Doble asiento

Dicen  que hay imágenes que hablan por si solas, sin más ornamentos, y que merecen plasmarlas al lado de un “No coment”.
Esta es una de ellas.
Una silla de preescolar, otra del pasado. Lo joven y lo viejo. Lo que empieza y lo que acaba.
El paso de la vida en dos asientos.

Unos minutos antes, en esas sillas estaban sentados, hablando de sus cosas  a la sombra de una terraza,  dos hombres muy importantes: mi padre y mi sobrino. El uno con 78 años a la espalda, el otro con 3 y entre ambos, tres cuartos de siglo.

La foto lo dice “casi” todo, pero cada silla tiene su propia historia.

La pequeña apareció en casa tras cambiar el mobiliario escolar del colegio donde trabajaba mi madre. Un buen día estas sillas con asiento de madera, que nos acompañaron en nuestras horas de puntitos y cartillas, pasaron a ser “peligrosas” por las astillas que podían desprenderse y todo se cambió por otro tipo de material: “más higiénico y seguro”, supuestamente. Mi madre, que  siempre tiene ojo para ver las segundas oportunidades, no dudó en rescatarla de su inmediato destino en el vertedero y convertirla en “robusto banquito” para alcanzar, sin tanto esfuerzo, las cuerdas de tender la ropa. Y ahí, en el patio de casa, ha pasado los últimos años; algunas veces, usada como improvisado asiento entre ropa tendida, otras como escabel, hasta que ha vuelto a servir para lo que fue concebida: albergar las posaderas de un infante.

La otra, la verde, tiene más historia, tanta como años. Perteneció a mi abuela. Formaba parte de un grupo de seis sillas, iguales, adquiridas en un pueblo sureño de la isla y de fabricación local. Sus patas se aposentaron en distintos domicilios familiares o, incluso, ajenos, porque en aquellos días, el préstamo entre vecinos de enseres domésticos era habitual, para poder organizar las celebraciones más importantes, como las bodas.   
Su aspecto originario era otro, de madera oscura de tonos rojizos, de humilde diseño, pero “decente” en casa de pobres.
Con el paso de los años, con sus idas y venidas y el uso cotidiano, fue perdiendo su esplendor y fondo.
En algún momento de su historia y con el fondo reparado, se encontró entre brochas y pintura verde. De allí no escapó ni el gato; aquella diminuta cocina rezumaba “esperanza” por los cuatro costados. El aparador, la alacena de cristales, las baldas para las ollas, siempre relucientes, las sillas, todo quedó “verde que te quiero verde”.
Mi memoria no alcanza a recordarla de otra manera, por lo que del arrebato “bucólico y primaveral” de mi abuela ya han pasado muchas lunas, lluvias y nieves.
Cuando los años hicieron más mella entre mis abuelos que entre su mobiliario, la silla verde se mudó de nuevo. A pesar de todo, aún seguía siendo robusta y fuerte y era más adecuada para servir de asiento a los abuelos que esos inestables taburetes que se “esconden” bajo la mesa de formica de la cocina de mis padres.
Como una señora silla, tomó posesión de una de las cabeceras de la mesa familiar y ahí sigue, siempre verde, siendo la preferida de todos, aunque desentone por los cuatro costados.
Mi hermana pequeña la quiere heredar y así será, y aunque hemos hablado de “restaurar los valores por defecto”, nos resistimos, en silencio, a eliminar el toque verde de mi abuela, como queriendo mantener su "esencia" entre nosotros.

Hoy, cuando están juntas, como en la foto, comparten destino. El abuelo que le cuenta al nieto, el nieto que pregunta “¿Y por qué?”, el abuelo que responde, la curiosidad del nieto que no cesa y la historia continúa.
Sólo eran dos sillas que lo decían “casi” todo, el resto lo cuento yo.
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