17 de febrero de 2010

Noche de fiesta


Ni muy pronto, ni muy tarde, pero tras cenar y descansar un poco, viendo la Tv, llegó la hora de la transformación en “carnavaleros” de la noche.
“Ahora cuando me maquille, te pinto la barba a ti” – argumentaba entre las brochas y colores a los que saludo, casi, de año en año.
Ya estamos listos, ahora las fotos.


“A ver, DNI, dinero, bono de transporte, el móvil, la mochila con los bocatas de tortilla (jejeje), los chubasqueros por si acaso, venga, pa’ la calle”.
La climatología nos acompaña de momento, no hace frío y no llueve.
De camino hacia la parada de la guagua (autobús), vemos que muchos carnavaleros, ataviados como es preceptivo, van por la avenida caminando.
“Mira, allí hay un tranvía, si éste viene muy lleno, cogemos la guagua como la otra noche”.
“Allí hay una estacionada, corre a ver si llegamos a tiempo”.
Corremos nosotros y cien personas más. ¿Pero de dónde ha salido tanta gente y a estas horas?. Tenemos que hacernos un hueco como sea y lo logramos, pero también todos los demás.
Escuchamos decir que el tranvía está parado porque otro, en otra parte del recorrido, se ha averiado y no pueden seguir. Esta es la razón de tanta gente al mismo tiempo, se han bajado del tranvía e intentan coger la guagua.
Se abren las puertas traseras, no sabemos si ha sido el chofer o alguien desde afuera que ha activado la apertura de emergencia. El caso es que entran todos. La guagua va hasta la bandera. Cuando arranca, de manera espontánea todo el mundo comienza a cantar en homenaje hacia al chofer que ha consentido en que subieran todos los que esperaban:
“El chofer, el chofer, el chofer cojonudoooo, como el chofer no hay ninguno”

No cabe ni un alfiler, unos contra otros, risas, más fiesta, vasos llenos de bebidas.
Miro a Luis y le digo “Ay mi madre, está la guagua como para que vuelque” y es que parecía que se tambaleaba más de la cuenta.
La gente sigue cantando y el chofer se “enrala” (expresión que quiere decir “se anima”) y cada vez que tiene que frenar en un semáforo, suelta el freno y vuelve a tocarlo, logrando que la guagua se tambalee al tiempo que su “contenido” jalea , “Ehhh, ehhhhhh, ehhhhhhh”.
En una de éstas, un vaso sale despedido y me llena la cara y parte del disfraz de algo así como ron con algún refresco. Si me limpio la cara con la mano tendré churretes de rimel toda la noche, así que opto por dejarlo estar, que se seque con el “calor ambiental”.
Por fin llegamos al destino. Respiré hondo porque el trayecto fue bastante movidito.
Enfilamos hacia el lugar donde desde hace 8 o 9 años nos pasamos las noches enteras bailando.
Por el camino, mucha gente, muchos disfraces, muchas risas y ese deambular tan característico de estas fechas; de calle en calle, de carroza en carroza, de kiosco en kiosco. Y sobre todo, música por todas partes.
Al rato de estar en el lugar elegido, la música deja de sonar con la intensidad habitual. Vemos como alguno de los miembros de la carroza se sube al techo para comprobar qué le pasa al altavoz. Mala suerte, los bajos se han roto y no tendremos música como de costumbre.
No importa, en la carroza de al lado hay más y, casi, mejor.
Seguimos bailando, una cervecita, un bocata, más baile. Un mensaje al móvil de mi hijo para ver si está bien. Al rato aparece por allí. Está entero, menos mal. Y es que aunque uno sale a divertirse, la “profesión de padres” no tiene descanso.
Van pasando las horas, pero las ganas de seguir bailando acompañan; ahora salsa o merengue, luego “chumba chumba” (o sea, música de “ahora”), otra vez un surtido de música latina. El carnaval es así, cualquier música sirve si es bailable y todo el mundo lo baila, sea de su preferencia o no.

A veces, la música cesa, es la costumbre cuando se escuchan las sirenas de alguna ambulancia. Así, el gentío se percata y se aparta hacia los lados hasta que el vehículo pasa. Y esto se respeta bastante, aunque la calle esté repleta de gente de un lado al otro.
Vuelve la música a sonar y seguimos bailando hasta que mirando el reloj nos hacemos conscientes de la hora que es.
“Son las 6:30, ¿nos vamos ya?”. Otro mensajito al móvil de mi hijo y vuelve a aparecer al ratito.
“Oye, que nosotros nos vamos ya ¿cuándo te vas tú?”- le pregunto.
“En breve, porque los muchachos también se están marchando ya”- me contesta mientras me da un beso.
Lo miro mientras baja calle abajo. Aunque he visto a muchos jóvenes pasados de alcohol y a saber cuántas cosas más, también es cierto que otros muchísimos salen a divertirse, sin la necesidad de “desfasarse”. Lo veo escabullirse entre el gentío y pienso “Es buen muchacho, tiene fundamento”.
Se ha levantado viento.
Caminamos de vuelta a la estación de guaguas, pero hacemos una parada para comprar los churros que nos iremos comiendo hasta llegar a casa.
Hemos tenido suerte, podemos ir sentados. Son algo más de las 7 de la mañana y el día comienza a clarear.
Para cuando llegamos al barrio, unas gotas de lluvia nos sorprenden. Corremos hacia el portal con los jerseys en la cabeza.
Por fin, en casa, ¡qué alivio! Zapatos fuera, una ducha calentita, pijama, un vaso de soja templada y a la cama.
¡Ah, no!, aún falta algo. Móvil y llamada al “rey la casa”.
“¿Por dónde andas, amor?- pregunto. “Estoy llegando, mamá...en unos minutos estoy en casa”- me responde. “Vale, me voy a la cama, estoy muerta”- sentencio.
Un “mamá, ya estoy aquí” y un beso de “buenos días noches” son lo último que recuerdo de esta noche de carnaval.
Habrá más, espero, el sábado que viene, pero por hoy “ya está bien”, jeje.


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15 de febrero de 2010

Carnaval, carnaval


Son las cuatro de la tarde, salgo pitando del trabajo, es lunes de carnaval y, aunque el tiempo no acompaña, esta noche saldremos nuevamente a la calle a bailar y a reír durante unas horas.
No lo puedo evitar, me gusta el carnaval.
Veo que se acerca el tranvía, corro un poco para ver si lo alcanzo y me evito tener que esperar un rato más; lo consigo. Valido el bono y me apoyo cerca de unas de las puertas, como todos los días.
Y entonces me fijo en un grupo de seis adolescentes, tres chicos y tres chicas. No creo que ninguno alcance los 15 años, pero igual me equivoco. Van haciendo ruido, hablando en voz alta, como todos a esa edad, pero además van disfrazados tan temprano. Hay una brujita, en la que destacan sus zapatos de tacón. Uno de los chicos no lleva disfraz a la vista. Y los cuatro restantes van disfrazados de “Amante”; camisa blanca, corbata desaliñada, pantalones cortos o calzoncillos y muchos besos de carmín rojo, pero muchos, muchos; en el cuello, en la cara, en los brazos, en la misma camisa.
Bajo una sonrisa voy imaginando el rato que se han pasado besándose los unos a los otros para ir dejando esas marcas visibles. Y me río, porque hace dos años me pasé un buen rato pintándome los labios y estampándoles besos a mi hijo y a un amigo suyo que vinieron a casa a disfrazarse de lo mismo.
Los sigo observando sin poder evitar que la sonrisa me acompañe. Y entonces me fijo en la pierna de una de las chicas, lleva escrito, en rojo, “Amante”, de arriba abajo. La sonrisa se convierte en carcajada disimulada. Lo lleva escrito por si hubiera alguna duda respecto a su disfraz, a ver si la van a confundir con otra cosa, jaja.
Y entonces reflexiono sobre mis propios disfraces, si también, a lo largo de los años, he tenido ese “deseo oculto” de aparentar lo que me gustaría ser y no soy, y casi me parto de la risa recordándolos.
Desde mis primeros años hasta la actualidad, dejando como paréntesis los años que viví fuera de Tenerife, mis disfraces han sido: gato, gitana, hada, campesina, romana, niña pequeña, cabaretera, troglodita, camarera fashion, chica de los ’60, Morticia Adams, santera, muñeca Guendolín (la del recuerdo de la mili), jueza, china, pirata, bruja, ganster, vampiresa y el sábado pasado, payaso.

Esta noche toca ir de japonesa. Me hubiera encantado tener un buen kimono y transformarme en geisha, pero no podría bailar con tanta “tela”. Así que he optado por una antigua bata “con dragón”, unos pantalones de pijama de raso, unos bonitos palillos para comer chino que he pintado y decorado con unas flores artificiales y el maquillaje.

Dado que me atrae lo oriental, los palillos “floridos” en mi pelo serán como la palabra “amante” en la pierna de la adolescente. Aparentar ser lo que no soy, pero me gustaría.

Es carnaval, carnaval.
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12 de febrero de 2010

Memoria virtual


Hace algunas semanas, mi madre me relataba algo que había escuchado en la radio sobre el “peligro” que conlleva esta nueva “memoria universal virtual”, de la que hacemos uso a diario.

Al parecer hay quien ya piensa en qué pasará en los siglos venideros con tantas y tantas letras como vamos incluyendo en internet, en los blogs, en los distintos portales, en archivos personales y de empresas.
Se plantean a mayor escala lo que ya nos ocurre cuando usamos tal o cual formato y al cabo de una década desaparece del mercado y aparecen otros, a veces, incompatibles, incluso, con lo que usábamos anteriormente.

Si bien a lo largo de la Historia, el hombre ha ido dejando su huella en formatos “tangibles” (piedra, pergaminos, papel, etc.), ahora vamos marcando la nuestra en un “limbo” de tecnología actual pero que, a la larga quien sabe si no será desbancado por otro tipo de almacenamiento que impida a nuestros descendientes acceder a tanta información como vamos dejando colgada por ahí.

Bien es verdad que no todo es tan importante como para que nos “sobreviva”, pero también es posible que les prive de tropezarse con “los escritos del bisabuelo” o que aparezcan nuestros desvaríos en un baúl olvidado durante décadas.

Sin ir tan lejos, creo que es fácil comprobar como tipos de almacenamiento que fueron considerados “de ultimísima generación” dejaron de serlo en cuestión de pocos años.
Al nacer mi hijo, como otras tantas familias, nos pareció buena idea hacernos con una cámara de vídeo para “inmortalizar” los primeros baños, los primeros pasos, las pedorretas a la hora de comer y los primeros metros con el correpasillos nuevo y hoy esas grabaciones se encuentran “muertas” de risa porque ni la cámara es compatible, ni se encuentran baterías y pasarlas a un nuevo formato sale casi tan caro como volver a tener otro hijo, que tampoco es plan. Y sólo han pasado 16 años.

¿Qué ocurrirá dentro de 100? ¿Quedará algo de estas letras para que, al menos, se pueda llegar a pensar que había quien escribía, quien plasmaba sus pensamientos?.
Puede ser que mientras estemos en este mundo, nos dediquemos a ir cambiando de formato nuestros archivos, pero no descartaría la posibilidad de ir dejándolo en papel porque bibliotecas antiquísimas siguen existiendo, a pesar del paso del tiempo, pero ¿alguien nos puede asegurar que ocurrirá lo mismo con todo lo que “creamos” de manera virtual?.

Ayer, me tropecé con una compañera mientras corría a buscar “sus agendas”; me comentaba que todo el mundo la instaba a pasar esos datos al pc o a alguna agenda electrónica pero no terminaba de convencerle el método, prefiere seguir atesorando sus libretas de direcciones, sus contactos, en algo “que pueda tocar”. Y son muchas las personas que piensan de igual manera. Hace unos días, Germán Gijón también comentaba lo mismo en su blog; prefiere las agendas de “toda la vida”.

Para el último cumpleaños de mi padre, le “editamos” un libro con muchas de las coplas que sabe y que, aún no siendo suyas, guarda en su memoria desde los años de su juventud. Si lo hicimos así, fue porque nos preocupaba que todo ese “conocimiento popular” desapareciera para siempre cuando nuestro padre nos falte. Forma parte de nuestras vidas, de la suya, pero no estábamos seguras de poder guardar en nuestras cabezas todas esas cosas, por lo que el papel nos aseguraba el poder mantenerlas, al menos, durante nuestra propia existencia en un formato “seguro”. Es un legado particular, sin ningún valor añadido, más que el poder conservar el “recuerdo”.

Dicen que el ciclo de una persona se completa cuando, por lo menos, ha plantado un árbol, escrito un libro y tenido un hijo. Es curioso que cada una de estas cosas sean “tangibles”, al menos, durante una generación más, lo que nos permitiría “sobrevivir” durante algo más que nuestra propia existencia. Y lo cierto es que, a priori, cualquiera de estas tres cosas van a durar más que el último formato de almacenamiento “virtual”.

No sé, me estoy planteando “seriamente” si no sería conveniente volver a la pluma y el papel o, al menos, imprimir las cosas que, realmente, nos gustaría conservar y, quien sabe, dejar atrás, por si las moscas.
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5 de febrero de 2010

Lo que el cielo nos trajo...



Desde hace algunos días, el servicio meteorológico venía alertando de posibilidad de lluvias fuertes de hasta 120 litros por metro cuadrado y como tengo curiosidad innata, observaba la evolución del tiempo a través de las imágenes de satélite que se muestran en la web de la Agencia Estatal de Meteorología; de hecho, hay un enlace permanente en mi blog desde su creación.
Ha sido curioso ver como las “corrientes” se invertían este año y las nubes, en lugar de llegarnos a Canarias desde la zona de Cabo Verde, como es habitual, cruzaban todo el Atlántico desde el Caribe. Este invierno ha sido muy cálido con respecto a años anteriores y los escasos días fríos de la semana pasada desaparecieron el jueves para devolvernos a una “primavera” extraña.
“Temporales del sur, son los peores” dicen nuestros mayores, cuyas retinas, a lo largo de muchos años, han observado distintos y variados episodios meteorológicos.
De las lluvias poco hay que decir, son fenómenos de la Naturaleza y no se pueden controlar.
Otras cosas sí pero no lo hacemos. El “mal” progreso, el que nos pone de espaldas hacia las verdades que nos muestran nuestro entorno, quien desoye lo que tienen que contar quienes más saben porque han visto en el pasado, quienes creen que el cemento es capaz de dominar lo indominable.
Nuestra sed insaciable por ocupar espacios y construir, han contribuido en gran medida a que lluvias que, probablemente, han ocurrido durante cientos de años, se conviertan en tragedia, en pérdidas incalculables, en sufrimiento, en cientos de historias personales sin final feliz.
Ocupamos barrancos, construimos sobre lo que fueran caudales naturales, creamos diques artificiales con carreteras, avenidas, edificios y hacemos todo lo posible por olvidarnos que “el agua, cuando corre, coge su camino” esté libre o no.

Éso es lo que ha pasado en Santa Cruz de Tenerife.

La lluvia que, en algunos puntos, ha alcanzado los 270 litros por metro cuadrado, “ocupó” lo que era suyo y si no lo era, lo “creó”. Vivimos en una isla con la peculiaridad de alcanzar la cota de mayor altura de todo el país en pocos kilómetros. Por tanto, todo es “bajada” hasta el mar”. Los litros caídos más arriba se juntan con los de más abajo y así va multiplicando el volumen hasta alcanzar el mar. Y de nada sirve el alcantarillado, no hay capacidad para tanta agua, no existen esas “infraestructuras” pensadas para unas lluvias que pueden ocurrir de “San Juan a Corpus”.

Que corra el agua, pero ¿hacia dónde?. Da igual, ella salta, busca, crea, rompe y destroza, pero llega a su destino, el mar. No haberte puesto en su camino.

He tomado “prestadas” algunas fotos de mi entorno que han sido publicadas en el periódico La Opinión de Tenerife (edición digital), posiblemente, enviadas por algunos vecinos.



Avenida Príncipes de España
Foto (Delia Padrón, La Opinión)

Hacía apenas unos minutos que acababa de llegar del trabajo, donde durante todo el día estuve achicando agua. Llamé a casa de mis padres para contarles que ya había llegado. De pronto, la calle más próxima a mi edificio se cubrió de agua, de lado a lado. Los coches fueron sorprendidos por la tromba, algunos quedaron atrapados. No me podía creer lo que estaba viendo desde mi balcón. ¿De dónde salió tanta agua junta en un instante?. Estaba lloviendo fuerte, es cierto, como durante todo el día, pero aquello no podía haber caído en esos pocos minutos.



Calle Elías Bacallado Fotos (Antonio Márquez, La Opinión)

Toda esa agua que sale de esa “alcantarilla” (que en realidad es la canalización de un barranco “ocupado”), terminó por inundar de tal manera el Colegio Chimisay que provocó la caída del muro del patio. Este muro colisionó con la fachada del edificio donde viven mis padres, justamente, en la fachada de la vecina colindante. Tras el impacto brutal, la fuerza del agua, acumulada en la presa “artificial” en que se convirtió el patio del colegio, arrancó ventanas, con marcos y todo, rompió parte de la pared y entró por la vivienda arrasándolo todo. En ese instante, la única persona que se encontraba en el domicilio gritó desesperadamente y al abrir mi madre la puerta para ver qué pasaba, sin imaginar lo que se le venía encima, el agua comenzó a salir de esa vivienda y a colarse en la de mis padres.
La rápida colaboración de todos los vecinos del edificio, contribuyó a que la vivienda de mis padres no se inundara de manera “catastrófica”, pero la de los vecinos es otro cantar. Han perdido mucho.

Ajena al momento que estaban viviendo mis padres y alucinando por lo que estaba viendo, recibí la llamada desesperada de mi hermana: “Mira a ver si puedes llamar a algún vecino y que avise a mamá, que coja el teléfono, que no hay manera. Estamos “atrapados” en Tomé Cano, no podemos mover el coche y la policía nos ha desviado”. Le dije “No te preocupes, bajo yo directamente”.
Según iba por la calle, encontraba gente “mirando” en los alrededores del colegio, pero no podía imaginarme el caos que me esperaba segundos después.
Vecinos pertrechados con cepillos, fregonas, escobas sacaban agua de la casa de mis padres. Mi madre intentaba calmar los llantos de mi pobre sobrinito que se asustó de tanto “movimiento extraño” y clamaba por su madre. Durante unos minutos traté de calmarle porque al verme su carita cambió, pero fue inútil, él quería a sus padres y ellos estaban lejos, atrapados dentro de su coche.
Terminé por darle el niño a mi padre porque se necesitaba más gente en la puerta para evitar que todo lo que salía de la casa de los vecinos entrara en la de mis padres. Le grité a mi madre “Cierra la puerta y pon toallas, trapos, lo que sea debajo”. Hasta que aquella vivienda no dejó de manar a chorro me mantuve dando escobazos, sin parar, para evitar que nuevamente se llenara la vivienda de mis padres. Luego, no podía seguir escuchando a mi sobrino llorar desconsoladamente. Me fui hasta él y lo cogí en brazos y juntos, entre lágrimas y mocos, esperamos “desesperados” hasta que llegaran sus padres, que habían abandonado su coche y se habían dispuesto volver a casa caminando, por calles enlodadas, alcantarillas abiertas, piedras y, sobre todo, en pendiente y a oscuras.
Mi hermana relata en su blog la “angustia de madre” que sintió al verse atrapada y sin posibilidad de llegar hasta su hijo y la comprendo, porque yo a esas alturas no sabía donde estaba el mío que, encima, se había dejado el móvil en casa y no podía ponerme en contacto con él. Cuando al fín llegaron mi hermana y su marido, dejé al niño en sus brazos y seguimos achicando agua y barro durante un par de horas más.
La noche se volcó de lleno sobre la ciudad, casi toda sin suministro eléctrico, lo que impedía ver “lo que había pasado”, ni en nuestro alrededor, ni en el resto.
La casa de mis padres volvió a la normalidad, casi, aquella misma noche. Han estado sin luz hasta la madruga de hoy, día 4, porque la caída del muro provocó una avería en el cableado hacia el edificio.
No pueden decir lo mismo nuestros vecinos que, aún, esperan la llegada de algún técnico o perito que evalúe sus daños.


Éstas son algunas fotos "del día después” de la vivienda afectada, ya sin agua y limpia de barro, del colegio en pleno proceso de limpieza y del muro en cuestión con operarios trabajando para retirarlo. Todas estas fotos también han sido tomadas “prestadas” del periódico La Opinión de Tenerife y realizadas por Delia Padrón.


La ciudad vuelve a funcionar, poco a poco, nosotros, sus vecinos, volvemos a nuestras rutinas pero hay momentos que son difíciles de olvidar aunque deberían servirnos para "enseñarnos" de cara al futuro.

Aquí pueden verse muchas fotografías que muestran cómo afectó este temporal a esta isla y sus vecinos. (La Opinión de Tenerife, Fotogalerías)

Aquí hay algunos vídeos. (La Opinión de Tenerife, Vídeos)

Aquí noticia publicada sobre la casa de nuestros vecinos. (La Opinión de Tenerife)

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