Era entrada la noche, fuera todo estaba oscuro, el escenario adecuado para los que gustan infringir miedo. Sus voces y los golpes en el portón sobresaltaron a la familia.
“Abran...abran la puerta”- gritaban sin importarles el descanso ajeno.
Él y sus hermanos menores se arremolinaron en una esquina de la cocina asustados y temblorosos.
Aquellos hombres, en nombre de la ley, tras abrir la puerta, entraron y sin mediar explicaciones se llevaron al padre.
Ignoraban los motivos, pero algo estaba claro, había sido arrestado y se lo llevaban. Y así, junto a aquellos hombres del terror, vieron marchar a su padre, por el camino hacia no sabían donde.
Eran tiempos difíciles, revueltos, donde la desgracia le podía llegar a cualquiera, sin distinción, en cualquier momento y desde cualquier flanco. Sólo hacía falta que una voz, a menudo cobarde y malcarada, mentara un nombre y ellos aparecían, arrestaban y negaban la presunción de inocencia, aunque no hubieran pruebas fehacientes de ningún delito.
El padre no había podido presagiar que su desgracia se había fraguado la mañana de aquel mismo día, cuando alguien le habló:
“Hoy habrá una marcha en favor del Movimiento y tendrás que acudir, como todos, ya están las banderas preparadas”- dijo la mujer con arrogancia.
Él rechazó la invitación alegando las muchas faenas que le esperaban durante la jornada para conseguir dar de comer a su prole, siete hijos que tenía en ese momento, en aquellos días donde la miseria era el pan de cada día, pero antes de marchar agregó:
“ Si Pedro se llama el que manda, yo lo llamaré Pedro y si es Juan, lo llamaré Juan”- dijo con rotundidad, dando con su respuesta fin a la conversación y continuó su camino.
Nada hacía suponer que aquellas palabras, expuestas sin mala intención, pero con la verdad del hambre en los labios, serían las mismas que usaran para denunciarlo. Y tras esa acusación injusta, al amparo de la oscuridad, acudieron a llevárselo.
La madre, mujer de temperamento fuerte y decisión resuelta, no tardó en ordenarle a sus hijas mayores que se ocuparan de sus hermanos pequeños, mientras ella estuviera fuera. Tenía que ir a ayudar a su esposo, tenía que hacerlo porque era inocente de cualquier cargo que pretendieran achacarle, ella lo sabía, estaba segura. Corrió en la oscuridad durante mucho tiempo hasta llegar a la casa de quien, en su tormento, pensó que sería la única persona capaz de ayudar a su marido: el párroco.
Él conocía bien al ahora detenido. Sabía de su talante pacífico, del amor hacia su familia, de los trabajos que pasaba para sacarlos adelante. Conocía que había servido a la Patria durante varios años en África, bajo el reinado de Alfonso XIII y la dictadura de Primo de Rivera, a pesar de dejar atrás a su mujer, dos hijas y otra por nacer. También sabía que sus manos de artesano estaban siempre dispuestas a ayudar en lo posible a sus paisanos, aunque las miserias fueran muchas. Él mismo, en varias ocasiones, había acudido en su busca para algunas faenas necesarias para la iglesia y siempre estuvo a su disposición. Sabía de qué pasta estaba hecho.
Cuando la esposa le contó lo sucedido salió sin dilación en busca de respuestas, de los motivos que habían hecho que aquél buen hombre se encontrara detenido. Indagó sobre su paradero y las condiciones de su detención. Sus contactos y su propia persona fueron suficientes para que al día siguiente lo dejaran libre, sin cargos; todo había sido un error. ¿Un error? Así llamaban a las injusticias.
Aquel padre, antes de salir de las dependencias donde lo tuvieron retenido, solicitó que nada de aquello quedara escrito, que su nombre no se viera manchado por algo que no había cometido. Quería y exigía, que por su inocencia, no quedara rastro de aquella noche tan amarga. Y así fue.
Tan pronto como pudo retornó a su casa, a su hogar, para tranquilidad de los suyos. Aquél pequeño que temblaba junto a sus hermanos lo vio aparecer por el mismo camino que la noche antes se lo había llevado y la alegría llenó su corazón.
Hoy, 70 años después, me lo relata como si apenas hubieran pasado unos días, con la emoción en el rostro recordando aquella noche oscura, de miedo, de incertidumbre, donde los hombres del terror se llevaron a su padre.
Aquel niño es mi padre, mi abuelo fue el detenido y esta historia no es un cuento.
5 comentarios:
No es un padre y no deja indiferente. Tremenda historia que lleva a sus espaldas. Un gran hombre siempre cuenta con la admiración de los suyos. Gran entrada.
¿Seguro que quería decir "no es un padre"? Apuesto a que se me fue la pinza una vez más y cambie "cuento" por "padre"... En fín, gajes del oficio... ¡qué se le va a hacer!
Hola María
El viernes por la nochecita pasé por aquí para dejarte un saludo de fin de semana. Dispuesto como venía ingresé a la entrada y le di una miradita al texto de este "no es un cuento". Me detuvo. Dije entonces que vendía hoy domingo a dedicarle un tiempito a leer el texto. Pues acerté. Un cuento en tres tiempos, tres voces, tres generaciones. Me mantuvo al hilo hasta la última letra. Me lo guardo.
Ahora sí. Feliz fin de semana. Un saludo. Jabier.
Siempre en la noche, ya de por si la oscuridad nos arricona en nuestras casas, bajo nuestras mantas y nos parece que estamos a salvo..., pero cuando escuchas esos golpes fuertes contra la puerta..., el pánico se apoderá de uno mismo.
Pero tu abuelo tuvo suerte, sabes Maria que muchas personas no volvieron, quedaron en esas cunetas, en esos bosques, en los llanos..., y eran gentes de bien, gentes que tenian criterio propio,principios, honestidad..., como tu abuelo.
Hola María:
Ya ves que de nuevo regreso a tu blog y me he detenido en esta entrada. Tu historia me ha hecho pensar en historias similares que han pasado en muchas familias como tú bien sabes, también en la mía pero es cierto que cuando te la cuenta quien la vivió cobra otra dimensión, coge volumen, se puede tocar: en definitiva, la hace única. Y por muchos años que pasen formarán parte de tu intrahistoria, algún día la contarás como si te hubiera pasado a tí y eso la volverá a hacer única, creíble, cierta.
Un abrazo.
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