Hace más de 20 años, con la maleta llena de deseos, los bolsillos repletos de juventud y el corazón a rebosar de sentimientos, partí de mi tierra natal para emprender un viaje hacia al futuro. Un destino que me separaba 2000 kms. de todo lo que había conocido hasta entonces.
Si viajas de una región a otra de tu propio país, no te consideras, ni consideran, emigrante, pero lo eres en cierta manera: sales de un lugar, llegas a otro, gente diferente, costumbres distintas.
Cuando cambié mi pequeña ciudad isleña, casi pueblerina, por aquel pueblecito agrícola, blanco, repleto de sol, al sur de Andalucía, yo no era emigrante: me llamaban “forastera”.
Confieso que al principio me hacía gracia la palabra; me transportaba a las películas del oeste, con pistoleros e indios, donde desde la puerta de la cantina alguien, con la mano en el revólver, advertía “Cuidado, forastero”. Lejos de molestarme, comprendí que sólo era una palabra que ayudaba a la gente del lugar a identificarme, cuando la confianza no era tanta como para conocer o llamarme por mi nombre de pila. “Si, mujer… ¿cómo no vas a saber?...la forastera que llegó hace poco y que está viviendo en la avenida nueva”.
En los pueblos es muy común utilizar un apodo como identificación dentro de la comunidad. Algunos son propios, del individuo, pero otros van pasando de generación en generación como si se tratara de títulos nobiliarios. Pero cuando llegas de otro lugar, sin pasado, sin historia, sin apodo, es como si no tuvieras filiación, como si te faltara todo un entorno que arropara tu existencia. No es extraño entonces que, hasta que no hagas méritos para tener tu propia denominación, los lugareños intenten ubicarte de la mejor manera posible usando para ello lo que te diferencia del resto y te distingue.
Fui bien acogida, viví entre ellos, adopté sus costumbres, trabajé con algunos, reí con muchos, lloré con otros, pero a pesar de todo y de los años, siempre fui “la forastera”. Tenía su mismo color, el mismo idioma, la misma patria, pero había algo que destacaba por encima de todo: procedía de otro lugar.
¿Y acaso no era verdad?. Había nacido a 2000 kms lejos, en el mar, cerca de África. Hablaba, según ellos, raro, con un acento que se les antojaba, casi, caribeño. De mi cocina escapaban olores y aromas diferentes que no sabían identificar. Mis propias costumbres, mi forma de ser y desenvolverme en la vida eran distintas. Pero ellos, que terminaron conociéndome, queriéndome y arropándome, continuaron llamándome “la forastera”.
Una palabra, por si misma, solo es el envoltorio de algo; es el continente para un contenido. Su significado, el real, el completo, no se ciñe sólo a su significante; copa ¿de cristal basto o de Bohemia?; televisor ¿de pantalla plana o plasma?; noticia ¿política o del corazón?; ensayo ¿de teatro o científico?; Una palabra sin sus satélites apenas es un esbozo de su realidad.
- “Sí, la forastera… sí, mujer, esa chica tan agradable, morena, que habla así como si fuera de telenovela, sí, sí, ésa misma, la que camina muy rápido por las calles del pueblo cuando va a trabajar, que parece que va a apagar un incendio, ja, ja, ja. Parece muy buena chica, la forastera; educada, amable, trabajadora, respetuosa. Un encanto de chiquilla.”-
Si viajas de una región a otra de tu propio país, no te consideras, ni consideran, emigrante, pero lo eres en cierta manera: sales de un lugar, llegas a otro, gente diferente, costumbres distintas.
Cuando cambié mi pequeña ciudad isleña, casi pueblerina, por aquel pueblecito agrícola, blanco, repleto de sol, al sur de Andalucía, yo no era emigrante: me llamaban “forastera”.
Confieso que al principio me hacía gracia la palabra; me transportaba a las películas del oeste, con pistoleros e indios, donde desde la puerta de la cantina alguien, con la mano en el revólver, advertía “Cuidado, forastero”. Lejos de molestarme, comprendí que sólo era una palabra que ayudaba a la gente del lugar a identificarme, cuando la confianza no era tanta como para conocer o llamarme por mi nombre de pila. “Si, mujer… ¿cómo no vas a saber?...la forastera que llegó hace poco y que está viviendo en la avenida nueva”.
En los pueblos es muy común utilizar un apodo como identificación dentro de la comunidad. Algunos son propios, del individuo, pero otros van pasando de generación en generación como si se tratara de títulos nobiliarios. Pero cuando llegas de otro lugar, sin pasado, sin historia, sin apodo, es como si no tuvieras filiación, como si te faltara todo un entorno que arropara tu existencia. No es extraño entonces que, hasta que no hagas méritos para tener tu propia denominación, los lugareños intenten ubicarte de la mejor manera posible usando para ello lo que te diferencia del resto y te distingue.
Fui bien acogida, viví entre ellos, adopté sus costumbres, trabajé con algunos, reí con muchos, lloré con otros, pero a pesar de todo y de los años, siempre fui “la forastera”. Tenía su mismo color, el mismo idioma, la misma patria, pero había algo que destacaba por encima de todo: procedía de otro lugar.
¿Y acaso no era verdad?. Había nacido a 2000 kms lejos, en el mar, cerca de África. Hablaba, según ellos, raro, con un acento que se les antojaba, casi, caribeño. De mi cocina escapaban olores y aromas diferentes que no sabían identificar. Mis propias costumbres, mi forma de ser y desenvolverme en la vida eran distintas. Pero ellos, que terminaron conociéndome, queriéndome y arropándome, continuaron llamándome “la forastera”.
Una palabra, por si misma, solo es el envoltorio de algo; es el continente para un contenido. Su significado, el real, el completo, no se ciñe sólo a su significante; copa ¿de cristal basto o de Bohemia?; televisor ¿de pantalla plana o plasma?; noticia ¿política o del corazón?; ensayo ¿de teatro o científico?; Una palabra sin sus satélites apenas es un esbozo de su realidad.
- “Sí, la forastera… sí, mujer, esa chica tan agradable, morena, que habla así como si fuera de telenovela, sí, sí, ésa misma, la que camina muy rápido por las calles del pueblo cuando va a trabajar, que parece que va a apagar un incendio, ja, ja, ja. Parece muy buena chica, la forastera; educada, amable, trabajadora, respetuosa. Un encanto de chiquilla.”-
No deberíamos darle tanta importancia a las palabras que sólo intentan identificarnos por lo que nos diferencia del resto, por ese rasgo que sobresale y nos hace destacar dentro de un grupo: el pelirrojo, la forastera, el negro, la invidente, el moro, la china, el gordo, la rubia, el extranjero. Sólo son palabras, sin afecto, sin penas, ni glorias. Mucho más nos deben preocupar los actos de quienes las pronuncian.
Fui forastera y era verdad.
8 comentarios:
Creo que siempre somos forasteros en la vida... en los sentimientos. Ser forastero también implica llegar nuevo... sin las dobleces acostumbradas... el problema es que hasta que no dejas de ser forastero no tienes pertenencia y a veces tampoco identidad.
Un saludo y gracias.
En el pueblo de mi madre tambien llamaban así a los de fuera..., me ha emocinado cuando evocas tu isla tan cercana a África, ya sabes porque..., y tu convivencia totalmente integrada con los nuevos vecinos, aunque siempre fueses "la forastera", pero como bien dices solo son expresiones,palabras, formas de comunicarse sin más. A veces se habla de raices, de la tierra donde uno ha nacido, de la "morriña", de esa nostalgía que te acongoja en la soledad del lugar desconocido, cuando te alejas de tu lugar de nacimiento...,es algo misterioso, como deseas regresar, como deseas estar con los tuyos o sobre la tierra que te vió nacer..., es una herencia ancestral, mágica..., es como si creyesemos que la misma tierra donde nos entierren o donde iniciemos el ultimo viaje..., tambiém nos va a llamar "forastero" o "forastera" y por eso anhelamos volver.
Ya tenía ganas de volver a leerte, niña. Por cierto, hay algunos paleoantropologos que defienden la idea de que eran las mujeres de los clanes las que se marchaban,las que salian del circulo genetico de los poblados, eran las que añadian genes novedosos a otras poblaciones,las que añadían la variabilidad, la mescolanza...
Esta entrada me ha recordado a la canción de El Extranjero de Enrique Bunbury en la que dice: "allá donde voy me llaman el extranjero, donde quiera que estoy el extranjero me siento", y tiene mucha razón.
Siempre he dicho que es bueno adaptarse allá donde vayas, pero también es cierto que tus raíces no las debes perder por instalarte en otro país/región.
Besazo.
Hola Forastera
Que buena entrada ésta. Sí, somos forasteros al partir... somos forasteros al volver; es el precio de partir, es el precio de volver.
Un saludo. Jabier.
Pasate por mi blog que tengo una sorpresa para tí
Yo siempre fui la goda para ustedes, incluso solia llamarmelo yo antes de que me lo llamaran, intentando quitarle hierro a tan fea palabra.
Sin embargo con el tiempo las buenas gentes me hicieron sentir como en casa, como una más... y las malas solo consigueron hacerme más fuerte.
Tal fue mi dicha en esas tierras que a mi regreso sentí que me faltaba un pedacito muy grande en el corazón que, cual anciano con su rehuma, aun duele con el paso del tiempo lejos de ustedes.
Gracias por ello... nos vemos pronto!
Heyyyy, Bea "M!Ss Nejö!! que alegría verte por aquí.
Siempre hay de todo, aunque yo nunca te llamé goda (ni lo pensé), solo te he dicho "Bea, la madrileña" que, en todo caso, te gustará. De todas formas, MR es un buen ejemplo de convivencia entre "nacionalidades". Hay de todo como en botica. Eso si, ya sabes que en Canarias a todo el que llega de esas tierras se les llama godo o peninsular (godo cuando aún no te conocen, por si las flies, y peninsular cuando ya lo han hecho y no sienten recelo). Pero tú nunca te lo tomes por lo personal, ésto viene de otros tiempos.
Niña, siempre fuiste uno de los mejores fichajes de la empresa. Respecto a lo profesional, "se le supone", pero en cuanto a lo personal, yo me encargo de decirlo..."eres un cacho pan y muy 'guena' gente".
Me encanta verte por aquí, aunque cuando lo haces signifique que estás de brazos caídos en tu Madrid. Me encantaría que algún día volvieras por una temporadita, a trabajar...porque sé que te gusta tu "segunda tierra". Eres canaria de adopción, como yo lo fui en Málaga, esa tierra por la que siento un cariño especial.
Muchos besitos, Bea..y no dejes de pasar a saludarme cuando vengas.
Hola María: Yo también he sido "forastero" durante 14 años y lo he sido tres veces: en Bilbao (dos años), en Madrid (seis años) y en La Coruña (seis años) y sí, siempre me he sentido un poco forastero porque aún siendo del mismo país la gente nos ve distintos. Además, si eras catalán como yo, parece que quieren comprobar los tópicos (agarrado, pesetero, etc.), pero también es verdad que funciona en sentido contrario y somos nosotros mismos los que chequeamos las diferencias a veces hasta en lo más intrascendente. Lo que uno descubre con el paso de los años es que conforme va pasando el tiempo, recuerdas giros de aquellas personas que tratas de aplicar para explicar situaciones concretas porque ellos lo hacían de una forma que era más precisa que la tuya.
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