En mis recuerdos de infancia siempre hay un grupo grande de niños jugando y correteando por las plazoletas. Escondite, pelotas, cuerdas, tejos, trompos, canicas, elásticos, cromos, etc. eran nuestros juegos habituales, todos ellos “digitales e interactivos”, porque necesitábamos ser hábiles con dedos y manos y enfrentarnos a un contrincante o varios a la vez.
Es cierto que corríamos nuestros riesgos y muchas veces acabábamos con algún rasguño, más o menos importante, que nos obligaba a llevar las rodillas, codos y manos “pintados de rojo" durante algunos días. Estos contratiempos, a la vez que podían hacernos brotar alguna lágrima y tener que escuchar la cantinela habitual de nuestras madres, tenían un premio oculto; una rodilla o codo lastimado y la aplicación de una buena dosis de Mercromina junto a su tirita correspondiente, podía avivarnos la imaginación de tal manera que no dudábamos en contarle a los demás la aventura “tan increíble” que nos había ocurrido, cuando en realidad apenas habíamos resbalado en el parque y nos habíamos raspado la piel, superficialmente. Pero todo gran premio tenía su sacrificio y para lucir una herida con fundamento había que enfrentarse a la temida agua oxigenada. Antes de conseguir tener esa apariencia de “héroe accidentado”, teníamos no sólo que escuchar a nuestras madres aleccionándonos, sino que además teníamos que pasar por el calvario del lavado previo de la herida y la aplicación posterior del agua oxigenada, que por mucho que nuestras madres dijeran “no llores que no pica”, picaba y mucho. Al final, tras tanto sufrimiento, nos veíamos recompensados con la imagen y propiedad de una “cicatriz de guerra” que luciríamos, orgullosos, durante algunos días.
Pero con el paso del tiempo se puede ver como envejece tu barrio, porque donde antes pululábamos muchos niños, hoy sólo quedan nuestros padres y madres, que lentamente pasean a sus mascotas o se sientan en los bancos de las mismas plazoletas donde, años atrás, nuestras rodillas y codos cedieron su piel a cambio de un minuto de heroicidad.
Por ello, la otra tarde me sorprendió encontrarme con el ÚNICO grupito de niños, de menos de 10 años, que suele verse jugar por aquellos alrededores. Íbamos caminando en el mismo sentido y los observé; las rodillas llenas de tierra, de las manos mejor ni hablar, arrastraban una pelota candidata a la jubilación anticipada y parecían cansados de correr, saltar y reír. Entonces uno de ellos les dijo a los demás –“No, no, conmigo no cuenten porque salí desde las 3 menos 10 de mi casa y miren que hora es” - Eran las 19:45. La sonrisa se cruzó en mi cara porque, en estos días, donde los niños solo saben jugar a las consolas y videojuegos, donde nos alarmamos por los niveles de colesterol que están presentando, donde se pasan horas y horas sin ejercitar siquiera un músculo, resulta que a modo de “tribu perdida” aún queda algún grupito de niños, en estas enormes ciudades que hemos creado, que aún pueden jugar durante horas en la calle, ejercitando sus cuerpos, adiestrando sus mentes e imaginando ser los héroes del barrio cuando un rasguño en la rodilla se convierte en una herida “casi mortal”. – “ Venga, a casa que ya es tarde para estar fuera”- les dije para terminar de cumplir el ritual: primero salir a jugar, encontrar a tus amigos, jugar sin mirar el reloj, hacerte una herida, volver a jugar sin pensar en el tiempo y, al final, alguien que siempre termina sentenciando: “Es hora de ir a casa”.
Apenas hay diferencias entre ese grupito de hoy y el de ayer y aunque su herida sea amarilla (por el Betadine que se usa ahora) y la nuestra roja, tenemos algo que nos une por encima de todo lo demás: el agua oxigenada PICA y pica mucho.
Es cierto que corríamos nuestros riesgos y muchas veces acabábamos con algún rasguño, más o menos importante, que nos obligaba a llevar las rodillas, codos y manos “pintados de rojo" durante algunos días. Estos contratiempos, a la vez que podían hacernos brotar alguna lágrima y tener que escuchar la cantinela habitual de nuestras madres, tenían un premio oculto; una rodilla o codo lastimado y la aplicación de una buena dosis de Mercromina junto a su tirita correspondiente, podía avivarnos la imaginación de tal manera que no dudábamos en contarle a los demás la aventura “tan increíble” que nos había ocurrido, cuando en realidad apenas habíamos resbalado en el parque y nos habíamos raspado la piel, superficialmente. Pero todo gran premio tenía su sacrificio y para lucir una herida con fundamento había que enfrentarse a la temida agua oxigenada. Antes de conseguir tener esa apariencia de “héroe accidentado”, teníamos no sólo que escuchar a nuestras madres aleccionándonos, sino que además teníamos que pasar por el calvario del lavado previo de la herida y la aplicación posterior del agua oxigenada, que por mucho que nuestras madres dijeran “no llores que no pica”, picaba y mucho. Al final, tras tanto sufrimiento, nos veíamos recompensados con la imagen y propiedad de una “cicatriz de guerra” que luciríamos, orgullosos, durante algunos días.
Pero con el paso del tiempo se puede ver como envejece tu barrio, porque donde antes pululábamos muchos niños, hoy sólo quedan nuestros padres y madres, que lentamente pasean a sus mascotas o se sientan en los bancos de las mismas plazoletas donde, años atrás, nuestras rodillas y codos cedieron su piel a cambio de un minuto de heroicidad.
Por ello, la otra tarde me sorprendió encontrarme con el ÚNICO grupito de niños, de menos de 10 años, que suele verse jugar por aquellos alrededores. Íbamos caminando en el mismo sentido y los observé; las rodillas llenas de tierra, de las manos mejor ni hablar, arrastraban una pelota candidata a la jubilación anticipada y parecían cansados de correr, saltar y reír. Entonces uno de ellos les dijo a los demás –“No, no, conmigo no cuenten porque salí desde las 3 menos 10 de mi casa y miren que hora es” - Eran las 19:45. La sonrisa se cruzó en mi cara porque, en estos días, donde los niños solo saben jugar a las consolas y videojuegos, donde nos alarmamos por los niveles de colesterol que están presentando, donde se pasan horas y horas sin ejercitar siquiera un músculo, resulta que a modo de “tribu perdida” aún queda algún grupito de niños, en estas enormes ciudades que hemos creado, que aún pueden jugar durante horas en la calle, ejercitando sus cuerpos, adiestrando sus mentes e imaginando ser los héroes del barrio cuando un rasguño en la rodilla se convierte en una herida “casi mortal”. – “ Venga, a casa que ya es tarde para estar fuera”- les dije para terminar de cumplir el ritual: primero salir a jugar, encontrar a tus amigos, jugar sin mirar el reloj, hacerte una herida, volver a jugar sin pensar en el tiempo y, al final, alguien que siempre termina sentenciando: “Es hora de ir a casa”.
Apenas hay diferencias entre ese grupito de hoy y el de ayer y aunque su herida sea amarilla (por el Betadine que se usa ahora) y la nuestra roja, tenemos algo que nos une por encima de todo lo demás: el agua oxigenada PICA y pica mucho.
2 comentarios:
Jejejejeje qué bueno!!
Pues casualidades de la vida en la tertulia de la comida de hoy ha salido este tema. Y cómo no..., ha entrado cierta morriña al recordar esos años en los que el barrio estaba plagado de niños, que hoy son padres de chavales "no pueden salir" por mil excusas.
¿Recordais cuando David Carradine, interpretando el papel de monje saolin en "Kung Fu" sujeta esa especie de reliquia que durante horas ha reposado sobre las brasas, con los antebrazos...?, en ese momento los dos dragones, creo recordar, queman su piel y quedan gravados para siempre..., andabamos haciendo fogatas en un solar cuando cojí un atillo de leña que no terminaba de prender, pero estaba anudado con una alambre que se habia calentado bastante, al querer echarlo sobre las llamas tocó mi antebrazo y me quemó, me dejó una cicatriz y desde ese momento me sentí como el "pequeño saltamontes", ya tenia mi marca de guerra y aún la tengo.
Realmente Maria, tu post tiene un tinte antropologico evidente..., a los chiqillos nos gustaba mostrr esas heridas, esas cicatrices para demostrar nuestro valor, nuestra temeridad..., ante las niñas, porque desde luego cuando llegabas a casa con un corte o con una rodilla despellejeada y llena de polvo y piedrecillas..., lo primero era una mirada de reprobación, duraba unos segundos, despues como bien cuentas, la mamá te curaba y volvia a darte "suelta" sobretodo si era verano, volvias a las calles y el griterio de los chiquillos llenaba las callejuelas y plazas de esos pueblos a los que regresaban los que en su dia emigraron..., voces, el griterio infantil, los trinos de los vencejos y jugar hasta el anochecer.
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