Apenas he dejado atrás las toallas y los bronceadores y, sin darme cuenta, al pasear entre los pasillos del supermercado, me encuentro con la estantería de los turrones, como si de un calendario de adviento se tratara. ¡Qué barbaridad! ¡ Ya llegó la Navidad!, pero ¿qué pasó con los meses, se encogieron?. En realidad, no, y aunque sean doce, para los centros comerciales se reducen a: “Verano”, “Navidad” y “la terrible cuesta hasta el verano siguiente”.
Vuelvo en mí tras tanta cavilación y me concentro en repasar las novedades de este año. Cada vez son más frecuentes los turrones y pralinés de “new age”, tan exóticos, tan apetecibles, tan ... ¿son de verdad? : praliné de piña, de café, bombón de licor, arroz con leche, trufas con nata, naranja y así hasta cansarte. Lo cierto es que me dan ganas de comprarlos todos y entonces pienso en la cruda realidad; llegará el día de Reyes y mil turrones a medio degustar.
Cuando era niña eso no pasaba. En primer lugar, porque sólo se consumían el turrón de Jijona, el de Alicante y el de Yema, porque siempre hay un pariente que lo prefiere, y en segundo, porque había que ver quien era el espabilado que le metía mano a los trozos de turrón que quedaban, tras guardar el arbolito y los adornos navideños; el turrón blando, ya estaba demasiado blando y el duro, acababa como derretido tras tantos días de fiesta. Eso sí, la ausencia de otros turrones, se suplía con dulces: truchas y rosquetes y algún que otro licor, todos ellos caseros.
Hoy en día, estos dulces navideños también se pueden comprar, pero han perdido la parte divertida de la elaboración casera. Desde luego, lo recuerdo como todo un acontecimiento, desde la tremenda duda “ la trucha ¿de batata o cabello de ángel?” hasta la maestría de “enroscar” el rosquete para que luego no se abriera al freírlo.
A los niños nos dejaban participar, pero también nos causaba una terrible desesperación, cuando tras verlos elaborados, una voz se alzaba entre la harina, la manteca y la levadura y decía: “Hasta que no se enfríen, no se pueden comer, que te duele la barriga”. ¿Cuánto hay que esperar?, ¿cuántos eternos minutos tardan en estar “comestibles”? ¿por qué no puedo comer un rosquete caliente y cuando protesto porque la sopa está hirviendo me regañan? .... qué ganas tengo de ser mayor.
Y entonces, cuando ya te sentías incomprendida del todo y te sumías en la pequeñez de tu estatura, una mano maternal te acercaba el “rosquete”, ese rosquete, el ansiado rosquete... y la vida volvía a ser maravillosa.
Vuelvo en mí tras tanta cavilación y me concentro en repasar las novedades de este año. Cada vez son más frecuentes los turrones y pralinés de “new age”, tan exóticos, tan apetecibles, tan ... ¿son de verdad? : praliné de piña, de café, bombón de licor, arroz con leche, trufas con nata, naranja y así hasta cansarte. Lo cierto es que me dan ganas de comprarlos todos y entonces pienso en la cruda realidad; llegará el día de Reyes y mil turrones a medio degustar.
Cuando era niña eso no pasaba. En primer lugar, porque sólo se consumían el turrón de Jijona, el de Alicante y el de Yema, porque siempre hay un pariente que lo prefiere, y en segundo, porque había que ver quien era el espabilado que le metía mano a los trozos de turrón que quedaban, tras guardar el arbolito y los adornos navideños; el turrón blando, ya estaba demasiado blando y el duro, acababa como derretido tras tantos días de fiesta. Eso sí, la ausencia de otros turrones, se suplía con dulces: truchas y rosquetes y algún que otro licor, todos ellos caseros.
Hoy en día, estos dulces navideños también se pueden comprar, pero han perdido la parte divertida de la elaboración casera. Desde luego, lo recuerdo como todo un acontecimiento, desde la tremenda duda “ la trucha ¿de batata o cabello de ángel?” hasta la maestría de “enroscar” el rosquete para que luego no se abriera al freírlo.
A los niños nos dejaban participar, pero también nos causaba una terrible desesperación, cuando tras verlos elaborados, una voz se alzaba entre la harina, la manteca y la levadura y decía: “Hasta que no se enfríen, no se pueden comer, que te duele la barriga”. ¿Cuánto hay que esperar?, ¿cuántos eternos minutos tardan en estar “comestibles”? ¿por qué no puedo comer un rosquete caliente y cuando protesto porque la sopa está hirviendo me regañan? .... qué ganas tengo de ser mayor.
Y entonces, cuando ya te sentías incomprendida del todo y te sumías en la pequeñez de tu estatura, una mano maternal te acercaba el “rosquete”, ese rosquete, el ansiado rosquete... y la vida volvía a ser maravillosa.
Lo tengo decidido, ya soy mayor, voy a comprar un turrón de tiramisú y voy a festejar que, por fin, ¡Ha llegado la Navidad!.
2 comentarios:
Deberías hacer un monográfico sobre las peladillas. ¿Alguien conoce alguna persona a la que le gusten? Sabemos que estaban ahí, que "adornaban" nuestras mesas, pero...
¿alguien se las comía? :-)
Luis
Lo tendré en cuenta. Las peladillas deben de tener una historia, que desconozco, aunque siempre formaron parte de nuestra infancia más navideña. ¿Te acuerdas? Las habían "gordas" y "chiquitas".
Cuando salías a hurtadillas de casa, cogías un puñado variado, pero tu madre se daba cuenta enseguida porque como decidieras meterte en la boca, la "gorda", se te inflaban los carrillos como si te hubieras implantado silicona, jeje. Claro que cuando comíamos peladillas, no sabíamos que era la silicona...Ésto es de "tiempos modernos".
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